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viernes, 30 de diciembre de 2016

Desventajas de la pluviofilia

Aquel día una ostra translúcida cubría el cielo de la ciudad como una guarnición mortecina, a medio apagar, bajo el que los coches remoloneaban de un lado a otro con pereza y los peatones se arrastraban entre solares a medio construir.
X trabajaba por aquellos tiempos en la imprenta central aunque una semana después habría decidido comenzar una vida nómada entre Filipinas y Suiza para trabajar como profesor de natación en un polideportivo público.
La fachada de la imprenta, de estilo dórico, se estiraba alisándose como un oficial de primera categoría ante el vaivén de dos intersecciones, en la esquina de la manzana. Aquel día la fachada mostraba su cara más desoladora, arropada por la luz de la ostra y la neblina del mes.
X no había mirado el informativo del canal 5 pero tampoco le hacía falta para adivinar que el monzón anual se avecinaba. Había estado ahorrando para invitar a Y a cenar, a un restaurante a medio camino de un viernes por la tarde y un lunes por la mañana. Una vida normal.
La vida laboral de X transcurría en un 80% en la sala de comandos, zarandeando la cámara de vigilancia de la sala 15 de izquierda a derecha para perseguir los pasos de Y. Cualquiera diría que era un acosador. Yo, como narradora debería de aclarar que no, que ciertamente estaba enamorado, pero siéndome sincera, sí. Sí que lo era.
X detestaba la lluvia y sin embargo, estaba plantado independiente al cielo y a la tierra delante de la fachada de luz apagada de la imprenta con los nudillos apretados y blancos y un ramo de petunias o rosas (no sé) entre ellos. ¿Esperando a Y? Claramente.
Una gota se disparó contra su gabardina y una segunda la siguió de cerca mientras que sus dientes rechinaban asqueado frente a la humedad que olía a teína y asfalto embarrado.
Una tromba ametralló sus hombros de agua y las calles y las azoteas y los parques, calando sus manos a la intemperie y asfixiando a las petunias o a las rosas. X no se inmutó cuando las hormiguitas que fingían ser personas correteaban por pasos de cebras con las cazadoras sobre las cabezas y sujetadas por los codos como si fueran carpas.
Tampoco se inmutó cuando las avenidas se convirtieron en ríos cercados por los márgenes de las aceras o cuando la ciudad dejó de ser ciudad y se convirtió en un bosque artificial, presa de la soledad y de la ausencia de animales, que desde su casa hacían la vista gorda entre la televisión y el radiador. X esperaba nada más que aferrando un plástico empapado cuando las petunias o rosas discurrían calle abajo junto con colillas, latas de cerveza y coches arrastrados por el caudal del agua.
Y no apareció cuando la fachada empezó a deshacerse bajo el peso de la humedad en su transición de neoclásico a barroco. Los locales se inundaban y los peces de las tiendas de mascotas fueron los primeros en ahogarse. El nivel del agua escaló sin duras penas a los bloques de pisos mientras la ostra, arriba en los cielos jarreaba presa de la desolación.
Aún pegado al asfalto como un molusco, un buzo sin neopreno ni oxígeno tenía los ojos inundados. Sus oídos habían ahogado el replicar de las gotas de lluvia, que ahora no era más que un chapuzón a 500 metros sobre su cabeza, un rumor azul apagado tan intimidante e inmenso como un océano. Silencioso. La Atlántida sepultada bajo rascacielos.
Cortocircuitos. La ciudad se apagó. La Tierra guardó silencio a oscuras. Sólo se oía el ruido del agua sobre el agua.
Y nunca apareció y a X no le dio tiempo nunca a ser nómada entre Filipinas y Suiza. La fachada de la imprenta escupía tinta que se rizaba tentáculos y páginas de novelas a medio maquillar. Flotaban en un pantano que crecía por encima de los edificios como peces, y parte de un nuevo ecosistema.
Fue como Pompeya.
Nadie gritó. Todos abducidos por sus televisores perdieron el aliento pegados a las pantallas en el que el hombre del tiempo del canal 5 delante del croma verde anunciaba lluvias torrenciales.

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