Aquel día una ostra translúcida cubría el cielo de la ciudad
como una guarnición mortecina, a medio apagar, bajo el que los coches
remoloneaban de un lado a otro con pereza y los peatones se arrastraban entre
solares a medio construir.
X trabajaba por aquellos tiempos en la imprenta central
aunque una semana después habría decidido comenzar una vida nómada entre
Filipinas y Suiza para trabajar como profesor de natación en un polideportivo
público.
La fachada de la imprenta, de estilo dórico, se estiraba
alisándose como un oficial de primera categoría ante el vaivén de dos
intersecciones, en la esquina de la manzana. Aquel día la fachada mostraba su
cara más desoladora, arropada por la luz de la ostra y la neblina del mes.
X no había mirado el informativo del canal 5 pero tampoco le
hacía falta para adivinar que el monzón anual se avecinaba. Había estado
ahorrando para invitar a Y a cenar, a un restaurante a medio camino de un viernes
por la tarde y un lunes por la mañana. Una vida normal.
La vida laboral de X transcurría en un 80% en la sala de
comandos, zarandeando la cámara de vigilancia de la sala 15 de izquierda a
derecha para perseguir los pasos de Y. Cualquiera diría que era un acosador.
Yo, como narradora debería de aclarar que no, que ciertamente estaba enamorado,
pero siéndome sincera, sí. Sí que lo era.
X detestaba la lluvia y sin embargo, estaba plantado
independiente al cielo y a la tierra delante de la fachada de luz apagada de la
imprenta con los nudillos apretados y blancos y un ramo de petunias o rosas (no
sé) entre ellos. ¿Esperando a Y? Claramente.
Una gota se disparó contra su gabardina y una segunda la
siguió de cerca mientras que sus dientes rechinaban asqueado frente a la
humedad que olía a teína y asfalto embarrado.
Una tromba ametralló sus hombros de agua y las calles y las
azoteas y los parques, calando sus manos a la intemperie y asfixiando a las
petunias o a las rosas. X no se inmutó cuando las hormiguitas que fingían ser
personas correteaban por pasos de cebras con las cazadoras sobre las cabezas y
sujetadas por los codos como si fueran carpas.
Tampoco se inmutó cuando las avenidas se convirtieron en
ríos cercados por los márgenes de las aceras o cuando la ciudad dejó de ser
ciudad y se convirtió en un bosque artificial, presa de la soledad y de la
ausencia de animales, que desde su casa hacían la vista gorda entre la
televisión y el radiador. X esperaba nada más que aferrando un plástico
empapado cuando las petunias o rosas discurrían calle abajo junto con colillas,
latas de cerveza y coches arrastrados por el caudal del agua.
Y no apareció cuando la fachada empezó a deshacerse bajo el
peso de la humedad en su transición de neoclásico a barroco. Los locales se
inundaban y los peces de las tiendas de mascotas fueron los primeros en
ahogarse. El nivel del agua escaló sin duras penas a los bloques de pisos
mientras la ostra, arriba en los cielos jarreaba presa de la desolación.
Aún pegado al asfalto como un molusco, un buzo sin neopreno
ni oxígeno tenía los ojos inundados. Sus oídos habían ahogado el replicar de
las gotas de lluvia, que ahora no era más que un chapuzón a 500 metros sobre su
cabeza, un rumor azul apagado tan intimidante e inmenso como un océano.
Silencioso. La Atlántida sepultada bajo rascacielos.
Cortocircuitos. La ciudad se apagó. La Tierra guardó
silencio a oscuras. Sólo se oía el ruido del agua sobre el agua.
Y nunca apareció y a X no le dio tiempo nunca a ser nómada
entre Filipinas y Suiza. La fachada de la imprenta escupía tinta que se rizaba
tentáculos y páginas de novelas a medio maquillar. Flotaban en un pantano que
crecía por encima de los edificios como peces, y parte de un nuevo ecosistema.
Fue como Pompeya.
Nadie gritó. Todos abducidos por sus televisores perdieron
el aliento pegados a las pantallas en el que el hombre del tiempo del canal 5
delante del croma verde anunciaba lluvias torrenciales.