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jueves, 16 de mayo de 2019

Cinismo

Cinismo

Un cuerpo se desplomó desde el quinto piso, cruzando los ventanales del aula de matemáticas como un pájaro abatido.
Un estruendo y un silencio anaeróbico vaticinaron que los niños uniformados saltasen de sus pupitres, ya todos con las narices aplastadas contra el cristal. Cuando giraron el cuerpo, los rostros se arrugaron en pena.

A Daniel Cuenca, de 12 años, ortodoncia orbital y pronunciación gangosa, siempre le habían granizado collejas e insultos cuando, con la mochila de ruedines, andaba por los pasillos del colegio. Incluso la profesora de ciencias, Luisa Robles como madre reina del enjambre de bullying, levantaba el mentón con una risilla doblada, fisgando comentarios cínicos y humillantes.

Por eso, cuando giraron el cuerpo aplastado de la Srta. Robles, los estudiantes giraron la cabeza hacia el quinto piso. Un ceño fruncido escupió desde la ortodoncia, sacó la lengua al piso de debajo y se marchó arrastrando su mochila de ruedines.

miércoles, 31 de enero de 2018

Lunes por la mañana



Lunes por la mañana es entrar a la sala de espera de un robledal. Feo.
Casas de adobe disfrazadas de plata.
Un copia y pega de brackets, la chuleta palpitando en los auriculares.
Lunes, y es viajar a la Castilla antigua, de puentes dormidos y un Rocinante perdido, con el morro seco. Es lunes y al entrar en clase y a pesar del fríio, noto terrenos yermos, y el zumbido de las chicharras a la hora de la siesta.
Veo caras jóvenes chupadas, que pintan su aridez con pote y con pintura naranja. En filas indias esperan frente a la pizarra con los pies enterrados en arcilla. Esperan, mientras aún no se ha inventado el segundero, esperan mientras la inmensidad de un siglo les empapa.
Se alistan en listas mientras Castilla se humedece, mientras Castilla se inclina. Rocinante se resfuarda de la lluvia y las chimeneas y los bares emergen de las tierras estériles de las manos muertas.
Capitán mi capitán. El tiempo se persigue la cola un lunes por la mañana y los niños visten uniformes militares y el profesor, con la regla entre los dientesm canta notas y lo apoda Himno.
Himno está cansado de ser tarareado.
Himno quiere una siesta.
Los niños plantan barracones con apuntes de historia de España, con carpetas vacías de historia del arte. Las niñas se maquillan y algunas lloran cuando su pelo roza el suelo. Los niños lloran, cuando su orgullo de hombre queda herido, cuando su barba decide abandonar su casa y llevarse a los niños con ella.
El aula es un campo de tiro. Impresión, sol naciente se funde en el cielo.
Príncipe Pío y un fusilamiento. El aire es sangre y surrealismo.
El viernes por la tarde se desploma, y deja de ser lunes.
Entonces suena el timbre y salen al recreo.
Pero Rocinante sigue dentro
y solloza en el fango
porque no encuentra a ningún loco digno de ser Quijote.

Pompero



Existía un hombre.
Un hombre huesudo, en sus carnes, pelo escaso y fino que se espolvoreaba por su cabeza como queso rallado. No llevaba gafas a pesar de no poder ver más allá de la puerta del descansillo. Fabricaba pompas. Ese era su oficio. Pompas ovaladas, pompas púrpuras, pompitas, pompas del tamaño de casas.
La gente con caras largas llamaba a su taller con una mano pesada, dormida, muy plomiza, antes de entrar y hacer sonar la campanilla. Era entonces cuando el fabricante de pompas salía de la habitación malva, la habitación de paredes desconchadas donde la química, la sosa cáustica y los ácidos eran mejor compañía que la magia. Salía de allí impregnado de un olor violeta, líquido y que se evaporaba al estirar las manos sobre el mostrador.
Entonces el cliente, con una voz arrastrada explicaba sus síntomas. Solían coincidir. Falta de sueño, constante depresión, ansiedad, falta de apetito... Personas arrugadas, miles de ellas que se propagaban como una enfermedad infectando ciudades y contagiando migrañas y sinsentidos de vidas monótonas, rutinarias.
La mayoría de ellos carecían de algo: amor, vida social, dinero, trabajo, motivación, éxito, felicidad, un hogar... Mientras el cliente narraba todos los problemas que el fabricante de pompas ya se imaginaba, éste ya limpiaba sus anteojos con aire pulido, restregando el borde de su camisa que generalmente acumulaba más mugre que los propio s cristales.
Después, y sin mediar palabra, desaparecía en la sala malva para salir con un bote de jabón chorreante y jabonoso con una capacidad aproximada de un litro. Conducía al cliente al patio trasero caminando con pasos muy cortos y la espalda encorvada. Cualquiera le confundiría con un duende. Allí era donde la química se convertía en magia. Con unos pulmones hundidos por el tabaco, el fabricante de pompas soplaba ante la desarraigada mirada de un cuerpo sin alma.
Una casa de dos plantas, una biblioteca, el fantasma de una madre dada por muerta, una mujer desnuda... El fabricante de pompas daba vida a los muertos, daba esposos a las viudas, casa a los sintecho y platos de arroz a los hambrientos.
Sin esperar palabras de agradecimiento pero también sin recibirlas, el hombre se quedaba solo en el patio, mudo en su soledad, mientras la misma persona salía del taller con una oportunidad, un amigo, una mascota, un chalet o una montaña bajo el brazo y una expresión de satisfacción en la cara. Un día, una mujer que rondaría los setenta años, que llevaba una bolsa de la compra en una mano y una pulsera de perlas en la otra, hizo la campanilla de la puerta sonar. El fabricante se disponía a llevar la camisa a sus gafas cuando escuchó la petición de la mujer.
"Tiempo".
Era lo que ella necesitaba. Más del que quedaba, más del que podía permitirse. Un tiempo que la bañara por completo. Anunció que regresaría en una semana para recoger su pedido. Tiempo. Tiempo. El fabricante, con una expresión obtusa, casi consternada, dejó caer sus anteojos, que se escurrieron entre sus yemas como impregnados en aceite. El cristal se partió.
Estuvo dos días encerrado en la habitación malva, encontrando recetas, rebuscando en las casi infinitas estanterías que empaquetaban las paredes de la sala. Ingredientes, disolventes, aceites. Sentía de nuevo estar inventando una cura a una enfermedad tan venérea como la ansiedad. Se resintieron sus manos de remover la cacerola, vaciando tarros y tarros de sustancias. Aluminio, oxígeno, platino y carbono. Sobre todo cadenas y cadenas de carbono. Aceites vegetales y sulfato de hierro.
Cuando el jabón se dio por terminado, el fabricante de jabones empaquetó la solución en un frasco de cristal. Tenía unas ojeras que colgaban de las mejillas y la garganta seca. Dos días más tarde la mujer reapareció con la misma bolsa de la compra y la misma pulsera de perlas, con la misma ropa; como si paradójicamente la semana no hubiera hecho mella en ella.
Ninguno de los dos dijo una palabra. Tampoco hizo falta.
El hombre sacó el frasco de debajo del mostrador y aplicando el líquido sobre el molde indicado, sopló.
Una esfera que no llegaba al milímetro flotaba en el taller, casi parecía una broma.
El fabricante de pompas dejó el molde en el suelo con unas manos arrugadas y un cariño fraternal junto su nueva célula. Óvulo fecundado que en el aire estático del taller flotaba a una visión microscópica.
La mujer no vio, pero entendió.
-Sólo falta un alma que lo habite.-  Medió el dueño de la tienda.
Ella, sin ni siquiera responder, dejó que su alma se escurriera entre sus dedos, al igual que la bolsa de la compra, que reptara entre las baldas de caoba y llenara los surcos de la madera de vida. Ascendiendo hasta el cuerpo pluricelular que desarrollándose de manera antinatural, ya avanzaba por la fase de feto, estirando las piernas y moviendo los puños, flotando delante del cuerpo derrumbado de una persona falta de tiempo.
Cuando el espíritu penetró el cuerpo, el mundo pareció comprimirse en una molécula de luz, un instante silencioso que alteró toda la lógica y toda la ciencia.
Allí estaba. Un bebé desnudo, un bebé con piel de jabón y cuerpo de pompa, que al lado de un cadáver envejecido lloraba con una pulsera de perlas en la muñeca.

sábado, 21 de octubre de 2017

Galicia



Por miedo talan arboles.
Por miedo a que sus ramas crezcan
y se enreden en las nubes.
Por miedo a que rasquen el cielo,
amputan sus ramas.
Y los pájaros y sus plumas
no tienen madera en la que dormir,
se arrullan nanas,
se abrigan con el alba.
Aquellos altos bosques
en los que se solían hundir,
son ahora ejércitos
de marines rapados,
desnudos, ordenados.
Por miedo a que vivan,
por miedo,
los queman.



lunes, 14 de agosto de 2017

Hoy no quiero volver (Crónica ERS 2017)



Hoy mi casa me parece más lejana que nunca. No quiero que el tiempo huya de este autobús por el tubo de escape y por eso me aferro a su humo, a la vibración de los cristales al apoyar la cabeza y a las luces de las farolas al pasar. Sé que la chica que se sienta en mi asiento de vuelta a casa no es la misma que se despedía de sus padres a la ida. La pregunta que nos hicieron hace un par de días palpita en mi cabeza como una migraña: "¿Cuánto tiempo pasará hasta que olvidéis lo vivido estos días o hasta que se quede en un recuerdo lejano".

Me escuece en los recuerdos las lágrimas de las despedidas en Algeciras y sigo sintiendo que debajo de mí, detrás de la rueda del autobús sigue viajando una niña subsahariana, aferrándose tanto al guardabarros como a sus raíces africanas.
Tal vez así sea. Tal vez esa niña sea yo, negándome a olvidar de donde vengo tras cruzar la frontera y sus vallas, con una parte de mi corazón aún rebozada en la arena del desierto y otra ya empapada en el mar del estrecho. 

Todo parece más vívido y los recuerdos se desdibujan al otro lado del cristal. La primera noche en Toledo en la que nos despertaron antes de la hora por equivocación, los envoltorios de las barritas energéticas, los alacranes, las camisetas verdes con las marcas blancas del sudor, el coro de voces cantando que "Qué pena, no hay estrellas", la luna intensa del primer día que recordaba a la sonrisa de Chesire, la lizipaina, los ballestrinques, ochenta y dos manos empujando un bus atrapado en la arena, el agua con lejía, las risas, el cuscús y sus verduras, Mawi, Ali, Abdul, Fatima, Arkina, los nuevos amigos a cada nueva marcha, el viento de cara y las legañas cargadas de arena.
Todo. También los monitores y su papel de hermanos. A partir de ahora los amaneceres nacen en la gran duna y los atardeceres se esconden tras las jaimas. Tener imaginaria en el desierto ha sido el mejor castigo que podrían haberme puesto. En la noche, el Sahara parece un coloso en calma y la arena, tiene la textura del agua que se escurre entre los dedos. 

Quiero dormir
todos los días de mi vida
sintiendo el suelo bajo mi espalda
 y el cielo sobre mi frente;
quiero sentir
ser parte del mundo.
He adivinado las constelaciones
y sentido que la arena
y que África
te abraza de costado.

viernes, 30 de diciembre de 2016

Desventajas de la pluviofilia

Aquel día una ostra translúcida cubría el cielo de la ciudad como una guarnición mortecina, a medio apagar, bajo el que los coches remoloneaban de un lado a otro con pereza y los peatones se arrastraban entre solares a medio construir.
X trabajaba por aquellos tiempos en la imprenta central aunque una semana después habría decidido comenzar una vida nómada entre Filipinas y Suiza para trabajar como profesor de natación en un polideportivo público.
La fachada de la imprenta, de estilo dórico, se estiraba alisándose como un oficial de primera categoría ante el vaivén de dos intersecciones, en la esquina de la manzana. Aquel día la fachada mostraba su cara más desoladora, arropada por la luz de la ostra y la neblina del mes.
X no había mirado el informativo del canal 5 pero tampoco le hacía falta para adivinar que el monzón anual se avecinaba. Había estado ahorrando para invitar a Y a cenar, a un restaurante a medio camino de un viernes por la tarde y un lunes por la mañana. Una vida normal.
La vida laboral de X transcurría en un 80% en la sala de comandos, zarandeando la cámara de vigilancia de la sala 15 de izquierda a derecha para perseguir los pasos de Y. Cualquiera diría que era un acosador. Yo, como narradora debería de aclarar que no, que ciertamente estaba enamorado, pero siéndome sincera, sí. Sí que lo era.
X detestaba la lluvia y sin embargo, estaba plantado independiente al cielo y a la tierra delante de la fachada de luz apagada de la imprenta con los nudillos apretados y blancos y un ramo de petunias o rosas (no sé) entre ellos. ¿Esperando a Y? Claramente.
Una gota se disparó contra su gabardina y una segunda la siguió de cerca mientras que sus dientes rechinaban asqueado frente a la humedad que olía a teína y asfalto embarrado.
Una tromba ametralló sus hombros de agua y las calles y las azoteas y los parques, calando sus manos a la intemperie y asfixiando a las petunias o a las rosas. X no se inmutó cuando las hormiguitas que fingían ser personas correteaban por pasos de cebras con las cazadoras sobre las cabezas y sujetadas por los codos como si fueran carpas.
Tampoco se inmutó cuando las avenidas se convirtieron en ríos cercados por los márgenes de las aceras o cuando la ciudad dejó de ser ciudad y se convirtió en un bosque artificial, presa de la soledad y de la ausencia de animales, que desde su casa hacían la vista gorda entre la televisión y el radiador. X esperaba nada más que aferrando un plástico empapado cuando las petunias o rosas discurrían calle abajo junto con colillas, latas de cerveza y coches arrastrados por el caudal del agua.
Y no apareció cuando la fachada empezó a deshacerse bajo el peso de la humedad en su transición de neoclásico a barroco. Los locales se inundaban y los peces de las tiendas de mascotas fueron los primeros en ahogarse. El nivel del agua escaló sin duras penas a los bloques de pisos mientras la ostra, arriba en los cielos jarreaba presa de la desolación.
Aún pegado al asfalto como un molusco, un buzo sin neopreno ni oxígeno tenía los ojos inundados. Sus oídos habían ahogado el replicar de las gotas de lluvia, que ahora no era más que un chapuzón a 500 metros sobre su cabeza, un rumor azul apagado tan intimidante e inmenso como un océano. Silencioso. La Atlántida sepultada bajo rascacielos.
Cortocircuitos. La ciudad se apagó. La Tierra guardó silencio a oscuras. Sólo se oía el ruido del agua sobre el agua.
Y nunca apareció y a X no le dio tiempo nunca a ser nómada entre Filipinas y Suiza. La fachada de la imprenta escupía tinta que se rizaba tentáculos y páginas de novelas a medio maquillar. Flotaban en un pantano que crecía por encima de los edificios como peces, y parte de un nuevo ecosistema.
Fue como Pompeya.
Nadie gritó. Todos abducidos por sus televisores perdieron el aliento pegados a las pantallas en el que el hombre del tiempo del canal 5 delante del croma verde anunciaba lluvias torrenciales.

viernes, 19 de febrero de 2016

Como si no hubiera un mañana




Cuando la brisa se levantaba y hacía a la hierba agacharse y a los árboles mecerse como si fuera la primera vez, yo abría mis alas con los focos del alba. Las plumas se desprendían casi con pena de abandonarme y discurrían silenciosas por el cielo hasta que se perdían de mi vista o empezaban a formar parte de las nubes. Lo bueno (o también lo malo) era que siempre estaba solo, lo que me permitía cuestionar el por qué de mi libertad. Después, estiraba las puntas de mis alas y con temor, me dejaba caer por el precipicio y levantaba el vuelo unos instantes antes de ser aplastado. Me dejaba arrastrar por el viento que calaba en mi piel y traspasaba mis huesos. Subía todo lo alto que podía y me fundía con las nubes, como si así pudiese recuperar mis plumas desgarradas. Descansaba en ese nido que yo mismo me había creado a lo largo de los siglos y miraba a los humanos y los observaba con paciencia y esmero y de vez en cuando les lanzaba mechones de cabello, o cabello de ángel como ellos llamaban, y respiraba todo el aire del mundo para renovarlo y sanarlo. La soledad era prácticamente lo único que conocía ya que jamás había tratado con nada ni nadie que no fuera yo mismo. También rezaba. Rezaba por los humanos, para que no murieran y siempre me hicieran compañía, para que no fueran olvidados, aunque mis súplicas fueran plenamente en vano. Luego, cuando el sol huía por detrás de las crestas de las montañas  y los girasoles perdían su rastro, yo volvía a caer de mi nube como si no hubiera un mañana. Y explotaba y moría en el firmamento, convirtiéndome así en todas esas estrellas que aguardaban un deseo que poder cumplir, que brillaban con la fuerza asfixiante de mil galaxias y que con la vuelta del amanecer se convertirían un día más en unas alas que se abrían.