Lunes por la mañana es entrar a la sala de espera de un
robledal. Feo.
Casas de adobe disfrazadas de plata.
Un copia y pega de brackets, la chuleta palpitando en los
auriculares.
Lunes, y es viajar a la Castilla antigua, de puentes
dormidos y un Rocinante perdido, con el morro seco. Es lunes y al entrar en
clase y a pesar del fríio, noto terrenos yermos, y el zumbido de las chicharras
a la hora de la siesta.
Veo caras jóvenes chupadas, que pintan su aridez con pote y
con pintura naranja. En filas indias esperan frente a la pizarra con los pies
enterrados en arcilla. Esperan, mientras aún no se ha inventado el segundero,
esperan mientras la inmensidad de un siglo les empapa.
Se alistan en listas mientras Castilla se humedece, mientras
Castilla se inclina. Rocinante se resfuarda de la lluvia y las chimeneas y los
bares emergen de las tierras estériles de las manos muertas.
Capitán mi capitán. El tiempo se persigue la cola un lunes
por la mañana y los niños visten uniformes militares y el profesor, con la
regla entre los dientesm canta notas y lo apoda Himno.
Himno está cansado de ser tarareado.
Himno quiere una siesta.
Los niños plantan barracones con apuntes de historia de
España, con carpetas vacías de historia del arte. Las niñas se maquillan y
algunas lloran cuando su pelo roza el suelo. Los niños lloran, cuando su
orgullo de hombre queda herido, cuando su barba decide abandonar su casa y
llevarse a los niños con ella.
El aula es un campo de tiro. Impresión, sol naciente se
funde en el cielo.
Príncipe Pío y un fusilamiento. El aire es sangre y
surrealismo.
El viernes por la tarde se desploma, y deja de ser lunes.
Entonces suena el timbre y salen al recreo.
Pero Rocinante sigue dentro
y solloza en el fango
porque no encuentra a ningún loco digno de ser Quijote.
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