Páginas

miércoles, 31 de enero de 2018

Pompero



Existía un hombre.
Un hombre huesudo, en sus carnes, pelo escaso y fino que se espolvoreaba por su cabeza como queso rallado. No llevaba gafas a pesar de no poder ver más allá de la puerta del descansillo. Fabricaba pompas. Ese era su oficio. Pompas ovaladas, pompas púrpuras, pompitas, pompas del tamaño de casas.
La gente con caras largas llamaba a su taller con una mano pesada, dormida, muy plomiza, antes de entrar y hacer sonar la campanilla. Era entonces cuando el fabricante de pompas salía de la habitación malva, la habitación de paredes desconchadas donde la química, la sosa cáustica y los ácidos eran mejor compañía que la magia. Salía de allí impregnado de un olor violeta, líquido y que se evaporaba al estirar las manos sobre el mostrador.
Entonces el cliente, con una voz arrastrada explicaba sus síntomas. Solían coincidir. Falta de sueño, constante depresión, ansiedad, falta de apetito... Personas arrugadas, miles de ellas que se propagaban como una enfermedad infectando ciudades y contagiando migrañas y sinsentidos de vidas monótonas, rutinarias.
La mayoría de ellos carecían de algo: amor, vida social, dinero, trabajo, motivación, éxito, felicidad, un hogar... Mientras el cliente narraba todos los problemas que el fabricante de pompas ya se imaginaba, éste ya limpiaba sus anteojos con aire pulido, restregando el borde de su camisa que generalmente acumulaba más mugre que los propio s cristales.
Después, y sin mediar palabra, desaparecía en la sala malva para salir con un bote de jabón chorreante y jabonoso con una capacidad aproximada de un litro. Conducía al cliente al patio trasero caminando con pasos muy cortos y la espalda encorvada. Cualquiera le confundiría con un duende. Allí era donde la química se convertía en magia. Con unos pulmones hundidos por el tabaco, el fabricante de pompas soplaba ante la desarraigada mirada de un cuerpo sin alma.
Una casa de dos plantas, una biblioteca, el fantasma de una madre dada por muerta, una mujer desnuda... El fabricante de pompas daba vida a los muertos, daba esposos a las viudas, casa a los sintecho y platos de arroz a los hambrientos.
Sin esperar palabras de agradecimiento pero también sin recibirlas, el hombre se quedaba solo en el patio, mudo en su soledad, mientras la misma persona salía del taller con una oportunidad, un amigo, una mascota, un chalet o una montaña bajo el brazo y una expresión de satisfacción en la cara. Un día, una mujer que rondaría los setenta años, que llevaba una bolsa de la compra en una mano y una pulsera de perlas en la otra, hizo la campanilla de la puerta sonar. El fabricante se disponía a llevar la camisa a sus gafas cuando escuchó la petición de la mujer.
"Tiempo".
Era lo que ella necesitaba. Más del que quedaba, más del que podía permitirse. Un tiempo que la bañara por completo. Anunció que regresaría en una semana para recoger su pedido. Tiempo. Tiempo. El fabricante, con una expresión obtusa, casi consternada, dejó caer sus anteojos, que se escurrieron entre sus yemas como impregnados en aceite. El cristal se partió.
Estuvo dos días encerrado en la habitación malva, encontrando recetas, rebuscando en las casi infinitas estanterías que empaquetaban las paredes de la sala. Ingredientes, disolventes, aceites. Sentía de nuevo estar inventando una cura a una enfermedad tan venérea como la ansiedad. Se resintieron sus manos de remover la cacerola, vaciando tarros y tarros de sustancias. Aluminio, oxígeno, platino y carbono. Sobre todo cadenas y cadenas de carbono. Aceites vegetales y sulfato de hierro.
Cuando el jabón se dio por terminado, el fabricante de jabones empaquetó la solución en un frasco de cristal. Tenía unas ojeras que colgaban de las mejillas y la garganta seca. Dos días más tarde la mujer reapareció con la misma bolsa de la compra y la misma pulsera de perlas, con la misma ropa; como si paradójicamente la semana no hubiera hecho mella en ella.
Ninguno de los dos dijo una palabra. Tampoco hizo falta.
El hombre sacó el frasco de debajo del mostrador y aplicando el líquido sobre el molde indicado, sopló.
Una esfera que no llegaba al milímetro flotaba en el taller, casi parecía una broma.
El fabricante de pompas dejó el molde en el suelo con unas manos arrugadas y un cariño fraternal junto su nueva célula. Óvulo fecundado que en el aire estático del taller flotaba a una visión microscópica.
La mujer no vio, pero entendió.
-Sólo falta un alma que lo habite.-  Medió el dueño de la tienda.
Ella, sin ni siquiera responder, dejó que su alma se escurriera entre sus dedos, al igual que la bolsa de la compra, que reptara entre las baldas de caoba y llenara los surcos de la madera de vida. Ascendiendo hasta el cuerpo pluricelular que desarrollándose de manera antinatural, ya avanzaba por la fase de feto, estirando las piernas y moviendo los puños, flotando delante del cuerpo derrumbado de una persona falta de tiempo.
Cuando el espíritu penetró el cuerpo, el mundo pareció comprimirse en una molécula de luz, un instante silencioso que alteró toda la lógica y toda la ciencia.
Allí estaba. Un bebé desnudo, un bebé con piel de jabón y cuerpo de pompa, que al lado de un cadáver envejecido lloraba con una pulsera de perlas en la muñeca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tu comentario