Cuando la brisa se levantaba y hacía a la hierba agacharse y
a los árboles mecerse como si fuera la primera vez, yo abría mis alas con los
focos del alba. Las plumas se desprendían casi con pena de abandonarme y
discurrían silenciosas por el cielo hasta que se perdían de mi vista o
empezaban a formar parte de las nubes. Lo bueno (o también lo malo) era que
siempre estaba solo, lo que me permitía cuestionar el por qué de mi libertad.
Después, estiraba las puntas de mis alas y con temor, me dejaba caer por el
precipicio y levantaba el vuelo unos instantes antes de ser aplastado. Me
dejaba arrastrar por el viento que calaba en mi piel y traspasaba mis huesos.
Subía todo lo alto que podía y me fundía con las nubes, como si así pudiese recuperar
mis plumas desgarradas. Descansaba en ese nido que yo mismo me había creado a
lo largo de los siglos y miraba a los humanos y los observaba con paciencia y
esmero y de vez en cuando les lanzaba mechones de cabello, o cabello de ángel
como ellos llamaban, y respiraba todo el aire del mundo para renovarlo y
sanarlo. La soledad era prácticamente lo único que conocía ya que jamás había
tratado con nada ni nadie que no fuera yo mismo. También rezaba. Rezaba por los
humanos, para que no murieran y siempre me hicieran compañía, para que no
fueran olvidados, aunque mis súplicas fueran plenamente en vano. Luego, cuando
el sol huía por detrás de las crestas de las montañas y los girasoles perdían su rastro, yo volvía
a caer de mi nube como si no hubiera un mañana. Y explotaba y moría en el
firmamento, convirtiéndome así en todas esas estrellas que aguardaban un deseo
que poder cumplir, que brillaban con la fuerza asfixiante de mil galaxias y que
con la vuelta del amanecer se convertirían un día más en unas alas que se abrían.
Me encannntaaa escreibes geniaal
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