Copa

La cortina de luces que se desplegaba en el borde de la copa reflejaba la presencia de la lámpara de araña, que desde arriba hacía una vez más hincapié en el murmullo sordo de la sala.

Hacía bastante tiempo que las burbujas habían dejado de borbotear buscando la espuma del champagne y aun así, el hombre no se había atrevido a probarlo aún.

Vestía todavía su pechera inmaculada la cual había estado lavando insistentemente durante toda la semana para la gala de su propio funeral. Los pocos pelos que se repartían sobre su calva cardados de izquierda a derecha. La pajarita negra flotaba sobre su nuez, ciento ochenta grados recta y a juego con su bigote peinado y repeinado con los pelos más largos retorcidos en forma de la curva de una falsa sonrisa.

Se sentaba presidiendo la mesa de banquete que se extendía largamente como un río rectangular y de mantel impoluto, con asientos vacíos para los más de setenta invitados que no habían asistido a la conmemoración de su muerte.

El alcohol de su copa se burlaba de su soledad. Se burlaba, pero al menos estaba presente.

El hombre desvió la mirada del cristal al otro punto de la sala.

La luz de los ventanales laterales atravesaba como una bomba las cortinas, proyectaba sombras por toda la sala cargadas de rayos naranjas. A través de las capas de sombras y luces alcanzó a ver el otro extremo de la mesa.

El único invitado que había asistido a su fiesta, aunque hubiese estado allí todo el tiempo, incluso antes que el propio anfitrión. Se limpió las comisuras de los labios con la servilleta, se levantó con toda la distinción que su smoking le permitía y con elegancia se despidió con un movimiento de cabeza.

Salió de la sala blandiendo su bastón de puño dorado y dejando atrás a su invitado.

Dejó atrás su propio cuerpo con la cara como un papiro, la mano aferrando la pechera y los ojos muertos mirando por la eternidad la copa de champagne al otro lado de la mesa.